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Era viernes y después de las
cuatro de la tarde en el parque del barrio empezaba la verbena, yo tenía que
dejar listos los cuadernos, organizar la lista de las tareas, inventarle alguna
buena excusa a mi mamá para que me creyera – ¡Que no mamá! Le gritaba desde la
puerta - ¡Que mañana no hay preICFES, que pa’ el próximo fin de semana! – y me
iba corriendo antes que hiciera las
cuentas y llegara a la conclusión de siempre, que estaba mintiendo.
Iba con el vestidito azul neón, para matar de envidia a la Manuelita, que el viernes pasado sacó
unos patines morados, la verdad chimbitas, que se los había traído desde Sydney
la tía de ella – ¿La que anda puteando, ¿cierto? – y acto seguido el mechoneo y
las palmadas a las tetas pa’ que me
soltara; le había cogido el ruedo a la falda a mano y ahora sí estaba listo.
Nos sentábamos en las gradas del
parque, junto a las canchas, a ver jugar
a los de baloncesto de la selección Cesar, todos altos, esbeltos y universitarios,
yo, redondita en lo justo, llegaba con mi tumbao’ mirando a los de once pa’ ve
quien se iba a mandar el guaro o el porro, lo que llegara primero; yo prefería
el porro, por supuesto, por lo del viaje
que a uno le dura máximo unas tres horas y siempre existen las gotas y porque
luego no tenía que llegar corriendo a mi casa a meterme dos tomates maduros
dizque pa’ que no me sintieran el tufo y evitar por lo menos una de las
fueteras que ya me tenían guardadas.
- Venga mona sin miedo- me decía
uno de los de once, el Mario, un tipo alto, moreno, con músculos que yo ni
tenía idea de que existieran, marcados; me acerqué a ellos prevenida pero
resuelta, ya que había apostado los patines con la Manuela a quien perdiera la
virginidad primero, acto seguido me enseñaron la marimba y como vieron que yo
no mostraba ni un ápice de asombro siguieron con el desenmoñamiento, de pronto,
un tipillo de la nada sacó un grinder, un cilindro grueso, que hace del proceso del desenmoñamiento
simple y estético, el tipo se llamaba Fabián y tenía familia en la USA, le
habían puesto a repetir once por, me enteré luego, problemas de conducta y a mí
se me hizo delicioso; blanco, robusto, con una ojeras de mil días y con un refinamiento
al decir las palabras grinder, roll, pot, que yo repetía entusiasta, disléxica hasta el coño, mientras él las repetía una
y otra vez con una ternura y paciencia que yo nunca había visto.
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