Lunes. La alarma
de siempre muda, insomne, con un parpado frío. Nada que hacer. Iba
a llegar tarde aunque se dejara los dientes sin lavar o decidiese salir corriendo con la ropita
sucia de alcohol y marihuana que no se había quitado. Decidió, por fin, llamar
al jefe, mentir. Nunca le había pasado, así que fue sencillo; no hubo culpa, ni
sudor en las manos, incluso empezó a sentirse realmente mal, como con tos y
fiebre antes de colgar el teléfono.
La mañana había
iniciado rara, se encontraba siendo sorprendido por una luz afelpada, que no reconocía; en la oficina en
su cubículo en la parte trasera del piso veintidós solo se adivinaba el rumor del mundo abajo,
recordó cómo se sentía una hormiga cada
vez que escuchaba lentamente a la gente
de afuera, como le abordaba una sensación de lejanía con todo y todos.
Fue al baño y
luego de una ducha rápida ya todo podía estar muy bien, iría al súper,
compraría las revistas de siempre, una película porno y luego podría hacerse un
almuerzo decente, con ensalada incluso. Fresco se dirigió a la puerta; cuando
ya tenía las llaves en la mano izquierda y se disponía a salir fue abordado por
un sobresalto confuso. Un miedo
irracional fue creciéndole por debajo de la piel y la panza, allí. Una
baba lo sobresaltaba, un temblor recorría el cuarto: no escuchaba ni un solo
sonido, ni una voz, Nada.
A esa hora por
la calle de abajo deberían de pasar cientos de autos, el bullir del colegio de
al lado, incluso la presencia de la mucama de los vecinos de arriba. Nada. Un
temor lo dejó paralizado, irresoluto. Se dirigió como pudo al espejo, comprobó
extensamente que su cara estaba allí, los mismos ojos, las mismas cejas, el
mismo ceño cojonudo de siempre. Estaba todo en su sitio y sin embargo la angustia
no se iba y volvió a sentir el vacío en el estómago, inmenso, todo el cuerpo
empezó a dolerle, le temblaron las rodillas y casi que tuvo que arrastrarse hasta
llegar a la cama. De seguro iba a morir;
las manos frías, sudorosas, los pies de plomo y un simio sobre el pecho, un
peso que no lograba descifrar, intentó
tranquilizarse, puso sus pensamientos en orden, era el, estaba en su
casa, era esa su vida, hoy había
fallado porque la alarma se descompuso. Le pareció esto absurdo, nunca se había
descompuesto, era metódico. Con terror volvió la cara al reloj que
estaba en la mesa de noche. Igual. Las once de la mañana, el segundero corría
afanosamente sin dudas. Todo igual. Era lunes. Seguía siendo de todas formas
el lunes de esta semana de ese año, no sabía exactamente qué fecha era,
había dejado de tener calendarios, no recordó porqué. Pudo levantarse y
se dirigió a tientas al comedor, los periódicos eran viejos, el cartero no dejó
el periódico usual. Seguía en la sensación de soledad absoluta. Nada. No
lograba por fin estar tranquilo. Esa sensación de extrañeza lo abordaba. Pensó
que si miraba por la ventana comprobaría que el mundo seguiría palpitando allá
afuera, el mundo en su lugar, la hormiga-gente estaría allí y el también, no se resolvió; pensó que tal vez podría de esa manera atajar el
delirio que lo invadía, sin embargo antes de descorrer la cortina, una mordaza
de miedo lo dejó sin aire. Nada, no podría ver, solo la luz blanca a través de
vidrio sucio. Viviría ese día que no
existe sino cada cuatro años.
Jazz
febrero de 2016